Nos habíamos quedado la semana pasada en la entrada al Kotel. ¿Recuerdan? Era un día muy especial y a pesar del tiempo meteorológico me dirigí con mi familia al Muro de los Lamentos (sin saber con certeza si podríamos entrar siquiera y con un mantel de plástico como funda de cochecito de bebé). Si no has leído el artículo anterior, te sugiero que vayas allá y lo leas ahora mismo.
Entonces, llegamos al Kotel y gracias a Di-s estaba abierto y había dejado de llover. ¡Maravilloso! Antes de acceder, escuchamos música y vimos una escena muy típica: una familia con su hijo celebrando bar mitzvá. Habían traído músicos y le acompañaban bailando para entrar al Kotel y celebrar tan ansiado día. Este reducido grupo se esmeraba por hacer feliz al niño en este día especial también para él, el momento en el que se convierte en cumplidor de mitzvot.
Accedimos por fin al Kotel, ese lugar que desprende una energía única y singular en el mundo entero, un recinto al aire libre donde puedes sentirte más protegido que en el búnker más acorazado y escondido. Este sitio en el que millones de personas han volcado sus corazones en plegaria a lo largo de los siglos tenía un aspecto diferente, adaptado a estos tiempos de pandemia.
Vallas y cintas separan el gran patio para que las personas no se agolpen y los hombres puedan rezar en grupos de diez y cumplir así con las normativas de seguridad y salud. La atmósfera es más sobrecogedora que nunca, las personas que hay ahí ese día verdaderamente tienen buenos motivos para acudir a este lugar en estos tiempos… y con este tiempo.
Miro a mi alrededor y las lágrimas ruedan por mis mejillas, ¡gracias HaShem! No puedo parar de dar las gracias a medida que camino empujando el carrito de mi bebé, a quien he esperado durante tantos años. Ese trayecto que tantas veces hice siendo goiá, siendo judía soltera, más tarde casada y ahora por fin con mi familia al completo. Consigo llegar al Muro y no puedo parar de llorar, una alegría inmensa inunda todo mi ser. Felicidad absoluta, agradecimiento eterno por las bondades que HaShem ha hecho en mi vida. Las mujeres a mi alrededor no se inmutan, saben qué es llegar al Kotel y llorar sin descanso. En algún momento de sus vidas lo han experimentado o lo han visto.
Miro a mi alrededor y las lágrimas ruedan por mis mejillas, ¡gracias HaShem! No puedo parar de dar las gracias a medida que camino empujando el carrito de mi bebé, a quien he esperado durante tantos años. Ese trayecto que tantas veces hice siendo goiá, siendo judía soltera, más tarde casada y ahora por fin con mi familia al completo.
Una vez que me tranquilizo y dejo de llorar, acerco más a mi bebé al Kotel y pasamos ahí unos momentos más agradeciendo a HaShem y pidiendo que tenga una vida larga y buena, que encuentre a su pareja en el momento idóneo y que tenga salud y abundancia… y todo aquello que deseamos para nuestros hijos de todo corazón. Al salir a esperar a mi marido en la explanada comienzo a observar la gente que hay.
El grupo del bar mitzvá es en realidad una familia que no parece guardar mitzvot. Salta a la vista que las mujeres no visten con recato, pero hacen lo posible por mantenerse cubiertas mientras que están en este lugar sagrado con la ayuda de pañuelos sobrepuestos sobre minifaldas. Llevan el pelo al descubierto y teñido de colores tan insólitos como rosa neón… una estampa nada tradicional. Doy a Di-s gracias una vez más. ¿Por qué? Porque esas personas alejadas en apariencia están pasando frío y haciendo una celebración que podían haber evitado. La situación económica en Israel es muy difícil para muchas familias y, sin embargo, aquí tenemos a una familia que contrata músicos para celebrar un día que en apariencia no debería importarles en absoluto. Están ahí pasando frío para alegrar al niño y para testimoniar que el pueblo de Israel no siempre es perfecto pero ama a HaShem y cumple con las costumbres que le corresponden ya sea que llueva, t