Amasando una fortuna

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¿Y si te dijera que conozco el secreto para acumular riquezas? Apuesto a que querrías ser mi amigo, ¿no? ¿No te emociona la posibilidad de obtener este conocimiento tan esquivo para tantas personas? ¿Y si te dijera que este “secreto” está al alcance de todos nosotros? Imposible, dirás. Pero eso sería un error.

 

Dios le prometió a Abraham que sus hijos descenderían a Egipto como esclavos, pero que finalmente serían redimidos con grandes riquezas. De hecho, la parashá de esta semana dice: “Vaciaron Egipto” (Éxodo 12:36). Ahora bien, no nos sintamos mal por los “pobres” egipcios. Esencialmente, la prosperidad era la forma en que Dios recompensaba a su leal siervo, Abraham. Pero si eso era verdad, entonces ¿por qué no bendecir directamente a sus hijos con riqueza? ¿Por qué era necesario recompensar a Abraham esclavizando primero a sus descendientes?

Dios le prometió a Abraham que sus hijos descenderían a Egipto como esclavos, pero que finalmente serían redimidos con grandes riquezas.

La clave de este enigma es que uno no puede hacerse rico si no es pobre antes. El rey David, como monarca, era obviamente tremendamente rico. Sin embargo, proclamaba constantemente: “Porque soy pobre y destituido”. ¿Por qué? Porque incluso el tzadik total, el que es completamente justo en sus actos, nunca puede pagar a Dios por toda la bondad en su vida. Por eso el versículo dice: “Porque en cuanto a la humanidad, no hay persona justa en el mundo que haga sólo el bien sin pecar” (Eclesiastés 7:20). El rey David comprendió que, por muy justo que fuera, al comparar sus acciones con las grandes bondades que Dios le había concedido, siempre se quedaría corto. Por eso se veía a sí mismo como el más pobre y desvalido. Lo que tenía no era suyo; estaba comiendo de la mano de otro. ¿Dónde está el orgullo en algo así?

 

¿Y qué pasa con nosotros, la gente sencilla? Ciertamente no somos el rey David. ¿No deberíamos sentir una increíble humildad ante Dios, como dijo Job: “En la desnudez salí del vientre de mi madre” (Job 1:21)? Nuestro punto de partida es la constatación de nuestros humildes comienzos. Somos la creación de Dios; nuestras acciones (o inacciones) simplemente jamás van a ser pago suficiente para nuestra impresionante deuda.

 

Esta comprensión es realmente la mayor bendición. Nuestros Sabios enseñan: “¿Quién es rico? El que está contento con su porción” (Pirkey Avot 4:1). A medida que desarrollamos esta actitud, comenzamos a apreciar todo lo que tenemos en la vida y empezamos a acumular verdadera riqueza.

 

Aquel que no está contento con su porción gana unos cuantos dólares y va corriendo a gastar su dinero en símbolos de estatus. Pero no importa cuánto acumule, ya tiene el ojo puesto en la próxima gran compra y nunca está contento con lo que tiene. Esto no puede considerarse riqueza, porque sus posesiones no valen nada para él. Pero la persona humilde, incluso cuando llega a tener grandes riquezas, nunca pierde el aprecio por las cosas sencillas que la han beneficiado hasta ahora. Sus posesiones nunca se deprecian; sólo producen grandes beneficios.

 

Sí, Dios podría simplemente haber recompensado a Abraham bendiciendo a sus hijos con grandes riquezas. Pero, entonces ¿habría significado algo para ellos? ¿Lo habrían apreciado, o tal vez les habría hecho codiciar el dinero y las posesiones, esclavizándose a aquello que constituye su misma bendición? En cambio, Dios, en Su gran bondad, hizo todo lo contrario. Él provocó la esclavitud temporal de nuestro pueblo para que fuéramos capaces de ver las cosas desde una verdadera perspectiva. En lugar de ser atraídos por el dinero, podríamos elevarnos por encima de la tentación de la vanidad de la riqueza y utilizar esta gran bendición para beneficiarnos a nosotros mismos y también a los demás.

 

El secreto de la riqueza es recordar que somos pobres. Mientras recordemos nuestro equilibrio celestial, podremos ajustar nuestras cuentas bancarias aquí abajo como deseemos.

 

(Basado en Likutey Halakhot, Meguilá 6:11)